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Las Increíbles pero no por ello menos Verídicas memorias de un lactante (I).

… Y un buen día, por fin nací. Y conste que lo de “buen día” no es más que una licencia literaria porque lo mío no fue un acto voluntario. Más bien me vi impelido hacia un angostísimo pasaje, desterrado de la cálida humedad que hasta entonces me había rodeado tan confortablemente, expulsado del paraíso y para más escarnio, en pelotas. Todo muy vejatorio si comprenden lo que les quiero decir. En fin… a lo hecho pecho –pensé-, además tenía curiosidad. Los sonidos que hasta entonces me habían llegado del mundo exterior eran a veces de lo más sugerentes; sin embargo mi primer vistazo no fue nada tranquilizador. Una luz cegadora y un tipo con la cara tapada me estaban esperando. Mal rollo. Todo el mundo mundial sabe que los tipos con la cara tapada no suelen tener buenas intenciones; y la experiencia vino a darme la razón. Aquel salvaje (por llamarlo de alguna manera, al fin y al cabo soy aún pequeño y no conozco demasiados adjetivos) me agarró por los pies y, justo cuando estaba a punto de pedir explicaciones y de paso darme cuenta de que mi control sobre las cuerdas vocales era aún muy limitado, comenzó a sacudirme estopa ¡en el culo! La situación era desesperada. Perra suerte, nada más nacer darme de morros como quien dice con un psicópata. Así que hice lo que toda persona bien nacida (y esto es, insisto, un eufemismo) habría hecho en mi situación: me puse a berrear como un descosido. Decisión que resultó ser de lo más acertada, porque cuando ya creía llegada mi primera y última hora, una señorita preciosa vino a rescatarme de las garras del psicópata maltratador para sumergirme inmediatamente en un reparador baño caliente. Como estaba agradecido y no tenía dinero para invitarla ni siquiera a un café, decidí obsequiarla con la más luminosa de mis sonrisas que, todo hay que decirlo, no resultó demasiado luminosa al carecer como carecía yo de dientes. Sin embargo sus grititos de sorpresa y alegría me indicaron que la cosa había surtido el efecto esperado. La tenía en el bote.

Después de pasar lo que debían ser los trámites de inmigración firmando el papeleo por el espartano método de estampar mi piececito manchado de tinta en un papelote (como comprenderán tampoco es que tuviera licores ni divisas que declarar) me envolvieron en una manta, me pusieron un gorrito, y me instalaron en una cama junto con una señora que, por el olor deduje que debía ser mamá y por el tamaño de sus tetas llegué a la conclusión de que transcurriría mucho tiempo antes de que yo pasara hambre. Todo parecía ir bien así que decidí relajarme. ¡Que equivocado estaba! Estaba a punto de entrar en contacto con un espécimen estremecedor: un familiar político hembra de más de cincuenta años. Experiencia traumática donde las haya. Me las prometía yo muy felices planeando tomarme una tetica y pegarme una siesta; arrullado por el bamboleo de la cama, la penumbra de los pasillos y el calorcito de mamá, cuando salimos a una zona muy iluminada y se desató el Armagedón. Flashes de cámaras, gritos, y la dueña de una cabellera cardada y de un indescriptible color (entre morado y azul) que vociferaba a cinco centímetros de mi cara soltando perdigonazos desde una boca pintada de un obsceno color rojo y que olía a cebolla: acababa de conocer a tía Vicenta. Aún me estremezco al recordarlo. No contenta con los perdigonazos la arpía esa incluso amenazaba con pellizcarme los mofletes. Algo que está terminantemente prohibido por la Convención de Ginebra (o lo estaría si el texto lo hubiera redactado un lactante). La cosa empezaba a ponerse peligrosa, así que recurrí a mi arma secreta: me puse a berrear otra vez. Pero esta vez no funcionó. Alguien que identifiqué como papá porque llevaba un rato orbitando alrededor de la cama como un satélite feliz vino en mi ayuda tratando de sujetar a esa ametralladora de saliva, pero la cacatúa parecía haberse vuelto loca y repartía besos pringosos, perdigonazos y pellizcos a diestro y siniestro. La cosa empezaba a adquirir tintes de catástrofe humanitaria cuando llegó la salvación en forma de ascensor y la pesá de tía Vicenta fue rechazada heroicamente por papá y el tipo que empujaba la cama. Cuando se cerraron las puertas volvió la tranquilidad pero yo estaba indignado y como no podía insultar, berreaba. Quería una tetica, quería echarme una siesta, quería que me dejaran en paz.

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