Blogia
poquetacosa

Ficciones ficticias; ratos perdidos.

La Noche me pone (de las memorias de un lactante. Parte III)

Soy un noctámbulo, qué le voy a hacer. Me va la marcha nocturna y no puedo evitarlo. Puede que sea algo genético; tal vez mi tataratataratataraabuelo fuera por ahí vestido de gala y tuviera una parcelita con torreón en ruinas incluído allá en Transilvania. Eso explicaría tambien (fíjate tú) las imparables ganas de succionar que me entran más o menos cada tres horas. Pero no. No creo que sea eso. Mi afición se debe más bien a que, como me paso el día sobando, por la noche tengo ganas de marcha. Creo que el fenómeno incluso tiene nombre científico y todo pero como soy un bebé no lo sé ni me importa. Soy consciente de que durante el día vienen visitas, que voy de mano en mano como la «falsa monea» y casi todos me agitan, me toquetean y se dedican a hacer caras raras. Debo tener una de las mayores colecciones de sonajeros, tentetiesos y demás cosas ruidosas y de colores brillantes que existen porque las visitas no paran de agitármelas delante de las narices. Pero yo no hago mucho caso. Yo sigo a lo mío. Exceptuando los momentos en los que me entra el ansia succionadora cuelgo el cartel de no molestar y me dedico a dormir. Sin embargo, oye, no sé, en cuanto llega papá de hacer lo que quiera que hacen los mayores cuando no están a mi alcance, cuando en la calle se pone oscuro, me entra un no sé qué por el cuerpo; una alegría y unas ganas de marcha… Entonces quiero verlo todo, quiero saberlo todo, quiero que me hagan carazas y me agiten sonajeros.

La cosa empieza en cuanto papá abre la puerta. Entonces lanza su grito de guerra que es como el de Tía Vicenta pero en agradable: ¿¿Dondeestámimachoteeeeeeeee?? Si estoy durmiendo me despierto y me da la risa porque sé lo que viene a continuación: una super-super-pedorreta en la tripa; luego me sube muy alto muy alto, y me zarandea como sólo papá sabe zarandearme y ahí sí que no puedo parar de reír; tanto que una vez vomité y todo. Pero procuro evitar eso porque si vomito se termina la diversión y mamá se pone muy seria. Luego llega el momento del baño, el mejor del día. Primero me dejan en pelotas, eso me encanta entre otras cosas porque las pedorretas dan más risa. Despues me quitan la plasta (expresiones como “control de esfínteres” siguen siendo un misterio para mí) y hala, al baño. Me lo paso pipa chapoteando y tirando del pelo de mamá. Después del baño me ponen el pijama, me meten en la cuna, y ahí sí que empieza la diversión de verdad. Entonces jugamos al «enciende-apaga». La cosa consiste en lo siguiente: mis papás se meten en la cama, apagan la luz y se quedan muy callados. Yo tengo que llamar su atención para que la vuelvan a encender y entonces ellos me cojen y como premio me zarandean un poco cantando. Empiezo con un poco de gu gu gu, ta ta ta, para ir entrando en calor. Pero claro, ellos no me lo van a poner tan fácil. Sigo con unas pedorretas y más ta ta ta. A veces, al llegar este punto zarandean un poco la cuna como diciendo: Venga, ¿eso es todo lo que sabes hacer? Yo me pico y ahí es donde comienza el espectáculo. Primero utilizo el berrido número 1 que quiere decir: “el nene quiere marcha”. Suele funcionar, pero si no funciona paso al número dos que traducido es: “el nene se está impacientando”. Y ahí sí que encienden la luz y me gano mi premio. A veces se ponen duros pero siempre gano yo. Luego, me meten en la cuna y vuelta a empezar otra vez. A veces me duermo, pero otras… buff, las pasamos jugando hasta que amanece. Lo pasamos más bien… Si he he conseguido un berrido especialmente sonoro, hasta juegan a cambiarme el nombre. Ya no me llaman mi nene guapo, entonces me llaman tu hijo. Sin embargo una noche ocurrió algo. Llevaba ya mucho rato con el berrido número 2 pero no parecía surtir efecto. Como no me hacían mucho caso y no parecían dispuestos a encender la luz y jugar conmigo, me dije: nene, a grandes males grandes remedios, estos han subido el listón. Elegí el berrido número 3, el que significa literalmente «el nene está muy cabreado», tomé aire, y me puse a berrear hasta ponerme rojo. Y funcionó. Encendieron la luz y se pusieron a mecerme por turnos pero yo ya le había cogido el gusto a la cosa y pasaba de callarme. Parece que se me fue la mano. Se pusieron muy serios, se vistieron, me metieron en la cuna de ir en coche, y allá que nos fuimos los tres. Yo estaba asustado porque pensaba que me había pasado y me iban a dejar en el portal de un convento con una notita. Sin embargo me equivoqué. Fue peor aún.

Reconocí el hospital por el olor y las luces brillantes. Mala marcha –me dije-, por ahí debe andar el tipo de la cara tapada. Así que hice lo que todo bebé inteligente habría hecho en mi lugar: me quedé callado como una puta. Y mira que me provocaron ¿eh? Me desnudaron, me toquetearon, me metieron cosas raras en las orejas y en la boca, pero yo aguanté el tipo sin berrear ni una sola vez. Si acaso algún gugugu y alguna sonrisilla como diciendo: venga va, que no era más que un juego, somos personas civilizadas. Y funcionó. En seguida volvimos a casa. Mis papis me hicieron más carantoñas y me mecieron antes de meterme en la cuna pero yo estaba enfadado y decidí que esa noche ya no quería jugar a enciende-apaga. Bien pensado creo que no les gusta demasiado el juego pero yo creo que es porque no lo han probado lo suficiente. Eso sí, no he vuelto a usar el berrido número 3. Y es que mis papis son guays (sobre todo mi mami que es la mami más guapa del mundo) pero tambien son un poco muermos. Será que son mayores.

Interludio (de las memorias de un lactante. Parte II)

Poco tengo que contar sobre mi estancia en el hospital durante mis primeros días. La protección constante de mis papis unida al bendito control de visitas convirtió mi vida recién estrenada en una constante siesta salpicada de vez en cuando por alguna que otra tetica. Al parecer los familiares políticos hembra de pelos raros tenían prohibida la entrada (estoy casi convencido que papá-satélite y el tío empujacamas tenían mucho que ver en eso) y, si bien de vez en cuando podía escuchar los ominosos sonidos que hacen al moverse por el mundo y que se ven redoblados cuando alguien se atreve a llevarles la contraria, éstos no eran para mí más amedrentadores que los que haría… digamos un león furioso de 250 kg. Visto por la tele. Sin embargo, un día y despues de efectuar una impecable operación de infiltración, Tía Vicenta consiguió forzar el bloqueo. Los pocos pelos que adornaban mi cabezota se pusieron como escarpias al escuchar el acojonante grito de guerra que lanzó no bien hubo abierto la puerta de la habitación: ¿¿¡¡Aaaayyyy…comoestámichiquirriquitinnnnn!!?? Los mofletes empezaron a escocerme casi sintiendo ya el doloroso pellizco que suele seguir a ese grito. Entonces, cuando ya todo parecía perdido, Super-Mamá vino al rescate: «Ay tia, no sea usted escandalosa que el nene ha pasado muy mala noche y ahora está durmiendo». Mentira cochina claro, yo estaba perfectamente despierto y había pasado una noche perfectamente normal vociferando como un animal. Sin embargo, en un alarde de sangre fría unida a un instinto ancestral de conservación que impele a todo cachorro, sea cual sea su especie, a quedarse inmóvil ante cualquier peligro grave, mantuve el tipo sin dar señales de vida hasta que pasó el chaparrón. Me porté como un machote.

Y por fín llegó el gran día. Por fín nos fuímos a casa. Ya tenía yo ganas de conocer mi reino. ¡Temblad objetos frágiles! ¡Temblad animales de compañía! El Rey… ¿Qué digo Rey? El Emperador de la casa ha llegado. La idea cuando salímos del hospital era ir controlando ya todos los enchufes, cajones, y otros objetos y lugares potencialmente peligrosos de la casa para ir haciéndome una composición de lugar. La realidad es que el meneíto del coche unido a la barriga llena me quedé sopa y sólo me desperté cuando me pusieron en la cuna con lo cual tuve que dejar la inspección para más tarde; no pude dejar de notar sin embargo, que mi habitación estaba amueblada y decorada con exquisito gusto: Winny de Pooh, enanitos y pitufos varios, piolines y gatos de peluche… un decorador del Corte Inglés no podría haberlo hecho mejor. Y es que soy un bebé con suerte. Mis papis (sobre todo mi mami que es la mami más guapa del mundo) son guays.

Las Increíbles pero no por ello menos Verídicas memorias de un lactante (I).

… Y un buen día, por fin nací. Y conste que lo de “buen día” no es más que una licencia literaria porque lo mío no fue un acto voluntario. Más bien me vi impelido hacia un angostísimo pasaje, desterrado de la cálida humedad que hasta entonces me había rodeado tan confortablemente, expulsado del paraíso y para más escarnio, en pelotas. Todo muy vejatorio si comprenden lo que les quiero decir. En fin… a lo hecho pecho –pensé-, además tenía curiosidad. Los sonidos que hasta entonces me habían llegado del mundo exterior eran a veces de lo más sugerentes; sin embargo mi primer vistazo no fue nada tranquilizador. Una luz cegadora y un tipo con la cara tapada me estaban esperando. Mal rollo. Todo el mundo mundial sabe que los tipos con la cara tapada no suelen tener buenas intenciones; y la experiencia vino a darme la razón. Aquel salvaje (por llamarlo de alguna manera, al fin y al cabo soy aún pequeño y no conozco demasiados adjetivos) me agarró por los pies y, justo cuando estaba a punto de pedir explicaciones y de paso darme cuenta de que mi control sobre las cuerdas vocales era aún muy limitado, comenzó a sacudirme estopa ¡en el culo! La situación era desesperada. Perra suerte, nada más nacer darme de morros como quien dice con un psicópata. Así que hice lo que toda persona bien nacida (y esto es, insisto, un eufemismo) habría hecho en mi situación: me puse a berrear como un descosido. Decisión que resultó ser de lo más acertada, porque cuando ya creía llegada mi primera y última hora, una señorita preciosa vino a rescatarme de las garras del psicópata maltratador para sumergirme inmediatamente en un reparador baño caliente. Como estaba agradecido y no tenía dinero para invitarla ni siquiera a un café, decidí obsequiarla con la más luminosa de mis sonrisas que, todo hay que decirlo, no resultó demasiado luminosa al carecer como carecía yo de dientes. Sin embargo sus grititos de sorpresa y alegría me indicaron que la cosa había surtido el efecto esperado. La tenía en el bote.

Después de pasar lo que debían ser los trámites de inmigración firmando el papeleo por el espartano método de estampar mi piececito manchado de tinta en un papelote (como comprenderán tampoco es que tuviera licores ni divisas que declarar) me envolvieron en una manta, me pusieron un gorrito, y me instalaron en una cama junto con una señora que, por el olor deduje que debía ser mamá y por el tamaño de sus tetas llegué a la conclusión de que transcurriría mucho tiempo antes de que yo pasara hambre. Todo parecía ir bien así que decidí relajarme. ¡Que equivocado estaba! Estaba a punto de entrar en contacto con un espécimen estremecedor: un familiar político hembra de más de cincuenta años. Experiencia traumática donde las haya. Me las prometía yo muy felices planeando tomarme una tetica y pegarme una siesta; arrullado por el bamboleo de la cama, la penumbra de los pasillos y el calorcito de mamá, cuando salimos a una zona muy iluminada y se desató el Armagedón. Flashes de cámaras, gritos, y la dueña de una cabellera cardada y de un indescriptible color (entre morado y azul) que vociferaba a cinco centímetros de mi cara soltando perdigonazos desde una boca pintada de un obsceno color rojo y que olía a cebolla: acababa de conocer a tía Vicenta. Aún me estremezco al recordarlo. No contenta con los perdigonazos la arpía esa incluso amenazaba con pellizcarme los mofletes. Algo que está terminantemente prohibido por la Convención de Ginebra (o lo estaría si el texto lo hubiera redactado un lactante). La cosa empezaba a ponerse peligrosa, así que recurrí a mi arma secreta: me puse a berrear otra vez. Pero esta vez no funcionó. Alguien que identifiqué como papá porque llevaba un rato orbitando alrededor de la cama como un satélite feliz vino en mi ayuda tratando de sujetar a esa ametralladora de saliva, pero la cacatúa parecía haberse vuelto loca y repartía besos pringosos, perdigonazos y pellizcos a diestro y siniestro. La cosa empezaba a adquirir tintes de catástrofe humanitaria cuando llegó la salvación en forma de ascensor y la pesá de tía Vicenta fue rechazada heroicamente por papá y el tipo que empujaba la cama. Cuando se cerraron las puertas volvió la tranquilidad pero yo estaba indignado y como no podía insultar, berreaba. Quería una tetica, quería echarme una siesta, quería que me dejaran en paz.

Sábado noche.

Las estrellas titilaban luminosas y frías, ajenas a todo, en el cielo invernal. La luna, en cuarto menguante luchaba infructuosamente por eclipsar su brillo, mientras un resplandor rosado en el esteanunciaba la cercanía del amanecer. Sin embargo, todo seguía oscuro. En una carretera secundaria, los faros de un coche, perforaban la oscuridad; ajeno su conductor a la belleza del cielo invernal. Bastante borracho; muy borracho a decir verdad. El cuerpo echado sobre el volante, los ojos enrojecidos por el alcohol intentando ver con claridad las rayas blancas de la carretera y las señales que parecían empeñadas en no quedarse quietas. Sabina, contaba en el radiocasette a todo volumen sus encuentros amorosos con una viuda. ¡MIERDA! El coche hizo volar chispas al pasar rozando el guardaraíl. Otro rascón. Y van… El conductor corrigió a duras penas la trayectoria y volvió a la carretera dando bandazos. Al recuperar el control, volvió a felicitarse por haber cogido esa carretera. Por la otra ruta, habría llegado antes y más cómodamente. Sin embargo era una carretera más transitada y a esas horas con toda seguridad encontraría controles de alcoholemia. Si, en verdad llevaba una trompa impresionante. Esa carretera, tenía peor asfalto, más curvas, y discurría en casi todo su trayecto por una zona boscosa y aislada. Pero no era eso lo que inquietaba al borracho. No eran las curvas, ni que por esa carretera pasara tan poca gente que, de sufrir un accidente podrían tardar días en encontrarlo. No. Lo que realmente lo inquietaba era la casa. Se levantaba en una ladera boscosa a cincuenta metros de la carretera como un centinela maligno. Sus ventanas cerradas como los ojos de un ídolo ciego que todo lo vieran. Él sabía que veían; y vigilaban con hostilidad. La gente sencilla de los pueblos de alrededor evitaba la casa; se contaban historias en las noches de invierno, alrededor de la lumbre y con una bebida caliente en la mano que ponían los pelos de punta. Historias de muerte, asesinato y violencia. Pero esas no eran las peores, al fin y al cabo la violencia, es un mal humano. Perpetrado por humanos y por ello comprensible. Las peores historias, se referían a luces malignas que paseaban por sus pasillos, gritos aterradores que salían de sus sótanos. Historias de locura de caminantes de antaño a los que había sorprendido la oscuridad cerca de la casa y habían sido encontrados días después vagando por los campos como espectros babeantes de ojos vaciados por la demencia.

El conductor conocía esas historias y, aunque no las creía, lo inquietaban. Sobre todo cuando la luz del día cedía su puesto a las ignotas sombras de la noche. Sobre todo cuando la casa estaba tan cerca. De ser de día ya podría verla agazapada, como al acecho arropada por los oscuros pinos de la ladera. A pesar de la oscuridad, sabía dónde estaba, no podía verla pero, a pesar de las brumas del alcohol, podía advertir su malignidad; su hostilidad. Si pasar cerca de la casa durante el día producía intranquilidad, hacerlo en la oscuridad, producía, simplemente miedo. Un miedo infantil e inconfesable a lo desconocido. Un miedo que no debía tener lugar en la era de la informática y la luz eléctrica. Sin embargo, era ese miedo el que atravesaba como un cuchillo helado la agradable semiinconsciencia de la borrachera llegando directamente al alma. Ese miedo, le impulsó a acelerar un poco más a pesar de las curvas; a pesar del peligro tangible de salirse de la carretera, allí acechaban otros peligros. La casa se acercaba. Cuando pasara, levantaría el pie del acelerador y se reiría. Pero ahora no. ahora quería pasar cuanto antes. Dejar atrás su maligno influjo y llegar cuanto antes donde hubiera luz. Luz de farolas, de carteles luminosos. Civilización. De pronto, en plena curva, notó cómo el coche intentaba irse hacia la derecha a pesar de que las órdenes que le daba con el volante decían lo contrario. Aterrado, aceleró aún más pensando en fuerzas malignas que querían atraerlo hacia la casa. Al tiempo que las ruedas pisaban la gravilla de la cuneta, le llegó un olor a goma quemada. A su pesar, frenó, de no haberlo hecho se habría salido de la carretera volcando. Tan cerca de la casa…

Hacía frío y su aliento se condensaba en nubes de vapor al respirar. A pesar de la gruesa chaqueta, sintió frío en los huesos al ver lo que había ocurrido. Un pinchazo. Una blasfemia sonora como un latigazo acudió a sus labios pero no llegó a salir. Vio dónde estaba. Junto al coche, había un camino cerrado con una cadena de la que pendía un cartel que prohibía seguirlo. Que prohibía ir a la casa. Como si alguien quisiera hacerlo por propia voluntad. Sintiendo los testículos como oprimidos por una mano fría, abrió el maletero y sacó el gato y la rueda de recambio. Continuamente, volvía su mirada hacia el camino. A cincuenta metros, por ese camino, se agazapaba el terror. Con movimientos torpes de borracho, levantó el coche con el gato. Apretaba ya los últimos tornillos con el pelo de la nuca erizado como esperando un golpe - se había obligado a no volver la vista hacia la casa - cuando escuchó pasos en la gravilla del camino. Se volvió con los ojos desencajados empuñando la llave del gato como un arma. Por el camino bajaba un anciano rechoncho impecablemente vestido con un traje negro. Saludó sacudiendo una mano. Blanca y fina, casi femenina que no parecía ir en consonancia con su pelo blanco y su cuerpo regordete.

- Buenas noches joven.

El hombre se tranquilizó un poco al oírlo hablar con su voz amable de anciano. Al ver su sonrisa amistosa. Sin embargo, sus ojos, jóvenes en su rostro viejo. Su piel tan lisa y sin una arruga.

- Veo que ha tenido un pinchazo. Si puedo ayudarle en algo…- su sonrisa se ensanchó dejando entrever el brillo de unos dientes muy blancos.

El borracho sonrió a su vez contagiado por la sonrisa inofensiva del abuelo “dentadura postiza”, pensó. El anciano miró comprensivo la llave del gato que él aún sostenía en alto. Sintiéndose avergonzado de su actitud agresiva la dejó caer al suelo sintiéndose ridículo.

-Cómo podía tener miedo del simpático abuelete que ahora miraba la rueda de recambio como comprobando que estuviera bien puesta?

- ¿Le apetece un café joven? aquí arriba, no tengo casi nunca ocasión de conversar con gente tan simpática como usted.

En la mirada del anciano había ahora un punto de ansiedad. Como en la mirada de un niño ante el escaparate de una pastelería. Esa mirada hizo volver al miedo. Eso, o la visión de los dientes. Un poco demasiado largos, un poco demasiado puntiagudos. La parte racional del cerebro del borracho pensó fugazmente que el dentista que había hecho esa dentadura postiza -tenía que ser postiza -, era un chapucero.

- Se lo agradezco de verdad, jefe, pero ya he desayunado… A demás, tengo un poco de prisa, he quedado… Quizá otro día. - se excusó mientras le daba la espalda para dirigirse al coche, sin recordar la llave del gato en el suelo, sin recordar que el gato seguía puesto.

Entonces llegó el ataque. Inusitadamente rápido; el anciano se abalanzó sobre él cuando ya tenía la puerta del coche abierta. Cogiéndolo del pelo, echó su cabeza hacia atrás con una fuerza atroz, dejando el cuello al descubierto. Su aliento olía a osario, su mirada ya no era bondadosa, sólo hambrienta.

- Pero yo no he desayunado aún.
Entonces, sintió los dientes en su cuello y comprendió antes de hundirse en el olvido que la dentadura no era postiza, que no había ningún dentista incompetente.

Y el vampiro se alimentó una vez más. Mantuvo su boca en el cuello hasta que notó que ya no quedaba más sangre. Negando así toda posibilidad de que su presa se levantara convertido en un no muerto como él. Saciado, dejó caer el cadáver desmadejado que inexplicablemente tenía una sonrisa boba pintada en los labios. Después de deshacerse del cadáver y del coche - odiaba los coches porque siempre eran un problema. ¡Qué tiempos aquellos en los que la gente viajaba a pie! - volvió satisfecho a la casa. Antes de entrar, decidió quedarse un rato a disfrutar de la noche. Su reino. Se sentía bien. Como no se había sentido en muchos años. Saciado, contento y con una extraña euforia que corría por sus miembros. Se sentía poderoso, invencible. Al llegar a la casa, tropezó con el primer escalón que daba a la puerta. A pesar de la agradable sensación que lo invadía, se sentía torpe y embotado. Una extraña sensación que no sentía desde hacía muchos años. Cuando aún estaba vivo. Al tocar el picaporte de la puerta, notó una extraña quemazón en la nuca. Se volvió lentamente y el primer rayo de sol del día lo saludó dándole de lleno en la cara.

Cagüen la leche. Dijo justo antes de disolverse en la luz. Antes de quedar reducido a polvo con un ruido parecido al de una pompa de jabón al reventar. Una ráfaga de aire, esparció las cenizas llevándolas quién sabe dónde. En el escalón de piedra desgastada por años de lluvia y viento sólo quedaron cuatro colmillos blancos. Uno tenía una caries.

Y es que, como cualquiera de sus congéneres más cosmopolitas habría sabido; es peligroso alimentarse en sábado noche de alguien que acaba de salir de una discoteca atiborrado de alcohol de garrafón. El garrafón embota los sentidos, ralentiza los reflejos y deja una resaca terrible. ;-)

El manzano y el Rey.

El Monte del Borrico Extraviado se yergue imponente cerca de Salannah dominando la ciudad como un descomunal centinela o como un padre demasiado controlador junto a una hija con falda demasiado corta. Sus laderas están cubiertas de verdes bosques y está plagado de lugares misteriosos y legendarios. No voy a contar todas esas leyendas porque la mayoría son muy aburridas y previsibles y además, me llevaría todo el día y toda la noche hacerlo. Hoy nos interesa un lugar en particular de ese monte. Es un valle abierto al sur más o menos en mitad de la ladera. Su nombre, el Valle del Roble parlante. Sugerente ¿verdad? En realidad si conocemos su historia no lo es tanto. El valle debe su nombre a Roberto Racket, un pastor de por allí muy aficionado al cachondeo que tenía la puñetera costumbre de ocultarse en un roble hueco que crecía junto al camino y asustar a los viajeros diciendo chorradas. Aclarado esto podemos continuar. En el Valle del Roble Parlante hay una aldea de pastores y en esa aldea vivía Simón, nuestro protagonista de hoy. Cuando arranca nuestra historia tenía Simón 17 o 18 años y un primer vistazo nos sugeriría una personalidad bastante bobalicona. Un tipo larguirucho de esos a los que parece haberles tocado en suerte un cuerpo un par de tallas demasiado grande, aparentemente con más codos y rodillas que los demás mortales. El acné, los ojos soñadores y el labio inferior un poco colgante reforzaban ese aire bobalicón. Sin embargo Simón distaba mucho de ser tonto. Nunca, desde que comenzó a llevar rebaños a los pastos se le había perdido una oveja (¿que eso no tiene mérito? Probad a hacerlo y me contáis). Tenía unas manos hábiles y precisas y a cien pasos era letal con su honda; para los lobos de la zona, el olor de Simón era sinónimo de verdugones y contusiones graves. Sin embargo Simón tenía fama de tipo raro. En parte era su aspecto, tambíén contribuía el hecho de ser un tipo de pocas palabras, pero la mayor de sus rarezas a ojos de sus vecinos era que, no solo sabía leer, sino que había leído casi todos los libros que había en su aldea –un total de 25-; de hecho los había leído todos menos los tres que guardaba el boticario en el altillo del armario y que tenían bonitas ilustraciones. Esos nunca se los había prestado a Simón. De hecho ni siquiera la esposa del boticario conocía su existencia.

Simón podría haber terminado sus días feliz en la aldea, con sus ovejas, su honda, la limitada biblioteca del pueblo… y tambien con la hija del molinero que últimamente le hacía ojitos al verlo pasar. Sin embargo su padre era un tipo ambicioso, de esos empeñados en que sus hijos fueran «alguien en la vida». El buen hombre estaba íntimamente convencido de que su retoño era un poco bobo (tanto libro no podía ser bueno para el cerebro), sin embargo una carta lo cambió todo. El remitente era su primo-segundo Canuto que era cerero en Salannah; según contaba, después de múltiples gestiones e innumerables muestras de buen hacer había conseguido convertirse en proveedor exclusivo del Palacio Real. Su actual situación le permitía tomar bajo su techo, como aprendiz, a su sobrino preferido Samuel. En realidad el cerero necesitaba con urgencia alguien que le echara una mano en el negocio; a ser posible alguien que trabajara a cambio de comida, ropa y techo sin demasiadas exigencias pecuniarias. Por otra parte, su actual situación se debía al trágico fín que había tenido el anterior cerero real, gran aficionado al licor koh-koh! y que había terminado sus días, borracho como una cuba dentro de un caldero de cera caliente.

Esperó toda la tarde el padre de Simón rumiando su discurso, y cuando su hijo bajó de los pastos se sentó frente a él, se rascó el sobaco, puso sus manazas en los hombros del chico, y le dijo que fuera preparando el petate, que el día siguiente al amanecer salía arreando para Salannah. Una vez allí preguntaría por Canuto el cerero que era un familiar lejano y había triunfado en la vida y entraría a su servicio como aprendiz. A la mañana siguiente, cargado con un pequeño fardo que contenía dos mudas y dos quesos, Simón salio por primera vez en su vida del Valle del Roble Parlante camino de Salannah. Su padre, con lágrimas en los ojos contaba a todo aquel que quisiera escucharle que había colocado a su hijo nada menos que de «ayudante» en el Palacio Real.

Dos semanas despues, tras correr interesantes aventuras en las que conoció una extraña secta de feministas radicales e integristas y un ermitaño de la Orden del Perpetuo Ayuno que terminó con un queso y medio de una sentada, llegó por fín nuestro protagonista a Salannah, llamada por algunos «La Perversa». Era día de mercado y la ciudad hervía de actividad. Despues de preguntar un par de veces y de perderse otro par, una de las cuales fue a parar al corazón del barrio rojo de donde salio a toda velocidad y con palpitaciones, encontró por fin la cerería de Canuto; en cuyo cartel, pintado en una tosca tabla de madera campaba orgullosa una vela de sebo rematada por la Manzana Real de Salannah.

Los primeros meses en la cerería fueron muy duros para Simón. Su tío le hacía trabajar de firme, pues el consumo de velas del Palacio era grande. Además el ambiente asfixiante de la cerería no es el mejor lugar para alguien que ha pasado la vida respirando el aire puro de los montes. Sin embargo, una tarde Simón hizo un descubrimiento que contribuyó a dulcificar mucho sus días. Durante uno de sus paseos por la ciudad, despues de trabajar, nuestro protagonista encontró un edificio que hizo que su prominente labio temblara de emoción y sus ojos tristones se abrieran de par en par: la Biblioteca de Salannah, la mayor del mundo conocido: miles y miles de volúmenes escritos en todos los lenguajes conocidos o no. Hay quien cuenta que, entre sus fondos se encuentra el único ejemplar que existe escrito usando el alfabeto cambiante de Mynn, un país poblado por escritores locos. A Simón se le hizo la boca agua. Al principio los monjes que cuidan de la biblioteca observaron su aspecto torpón y desastrado con alarmada desconfianza. Sin embargo su actitud cambio al ver el trato amoroso, casi reverencial que daban a los libros sus ágiles dedos. Muy pronto nuestro protagonista pasó a formar parte del paisaje habitual de la Biblioteca. Tarde tras tarde, libro tras libro, Simón era feliz.

Pero la felicidad dura poco. Y en casa del pobre menos. Y Simón, la verdad, no tenía ni una puñetera moneda. El cerero le había prometido un sueldo a veces, sobre todo despues de tomar unas cuantas cervezas (nunca bebía nada más fuerte durante la jornada pues recordaba el final de su predecesor), sin embargo siempre parecía olvidarse de pagárselo. En realidad, Canuto el cerero distaba mucho de ser la persona ruin que estás imaginando, querido lector. Todos los viernes por la noche sin faltar uno, desde que el muchacho demostró su valía para el trabajo, depositaba en una cajita su sueldo. Para dárselo cuando encuentre una chica guapa solía decirse. No. Canuto no era mal tipo; simplemente su confianza en las cualidades ahorrativas de la juventud era igual a cero. Tambien conocía Salannah y sabía en qué podía transformar esa ciudad perversa, a un chico joven y curioso con unas cuantas monedas en el bolsillo.

La vida tranquila y feliz de Simón terminó con una fiesta. El Palacio del Rey organizaba una de sus mundialmente famosas recepciones e hizo un pedido especialmente importante de velas. Normalmente era Canuto quien servía personalmente los pedidos, sin embargo esta vez no tuvo más remedio que hacerse acompañar por su aprendiz para que le ayudara a transportar tanto material. Mientras subían resollando por las empinadas calles que daban a la Plaza del Manzano, donde estaban las puertas principales del Palacio, Canuto iba aleccionando a su sobrino. Haz lo que yo haga y sobre todo mantén la boca cerrada. No vamos a ver al Rey, no te hagas ilusiones, sin embargo los cortesanos: nobles, escribanos y demás ralea que vive en el Palacio son gente arbitraria y de poca paciencia. Una palabra o un gesto mal interpretados y terminaremos los dos colgando cabeza abajo de las murallas. Para llegar a los almacenes debemos cruzar el patio de armas que siempre está lleno de soldados, oficiales y gente así. Esos, además de tener poca paciencia van armados, así que tú a mirar al suelo y si te preguntan respondes con monosílabos seguidos de «Excelencia». Nada de ponerte chulito ni contestar con malas maneras. Entramos, hacemos la entrega y nos tomamos el resto del día libre.

Justo cuando se disponían a traspasar los portones dobes que daban al patio de armas, se escuchó un tumulto desde el interior. Canuto tuvo la agilidad necesaria para saltar a un lado mientras le gritaba a Simón que hiciera lo mismo. No tuvo tiempo. Un caballo de batalla finamente enjaezado salio por la puerta a galope tendido arrollando al muchacho, que rodó varios metros hacia el centro de la plaza y cayó despatarrado, rodeado de velas y un poco aturdido.

- Maldito patán – masculló el jinete mientras desenfundaba una descomunal espada y se dirigía hacia Simón con intención de aliviarlo del peso de la cabeza.
- ¡Mingus! Guarda tu espada. Está al sevicio de tu Rey, no al de tu mala leche – la voz autoritaria hizo que la espada se detuviera a escasos centímetros del cuello de Simón.
- ¿Cómo te llamas muchacho? – la voz autoritaria pertenecía a un personaje rechoncho que cabalgaba rodeado de una imponente escolta de guerreros encabezada por el tal Mingus.
- Mi nombre es Simón… -el cerero cruzó los dedos- Excelencia – el cerero se relajó un poco y la espada de Mingus volvio a salir a medias de su vaina.
- Veo que eres nuevo en la ciudad Simón, pues el trato adecuado para dirigirte a Nos, es Majestad.

A lo largo y ancho de la plaza se escucharon todo tipo de golpes, chasquidos y sonidos de cerámica rota al soltar cada cual lo que llevaba en las manos para arrodillarse; Canuto simplemente se desmayó. Despues se hizo un silencio sepulcral. Simón mientras tanto, seguía pugnando por ponerse en pie.

- Vuestra Majestad será magnánima con este, el último de sus siervos, por cometer imperdonable torpeza de no reconocer al Glorioso Iosephus – el último libro que había leído Simón en la biblioteca era un tratado de buenas maneras cuyo autor era un tal Sirius Ball.
- ¡Vaya! Aquí tenemos un cerero culto. Y si no he perdido mis aptitudes para conocer a las personas, tambien un hombre paciente ¡Mingus!
- ¿Majestad? – el rostro del jefe de la guardia era impenetrable… tal vez porque llevaba bajada la celada de su yelmo.
- Ocúpate de que alguien recoja las velas y reanime al cerero. Despues acompañarás a Simón ante el chambelán. Que lo bañe, lo vista de forma adecuada y lo presente ante Nos esta tarde. Será el nuevo Escuchador Real.

Poco despues, Canuto bajaba otra vez hacia la cerería; tenía aún las piernas temblorosas por las emociones, pero conservaba las fuerzas suficientes como para ir contando –con lágrimas en los ojos- a todo el que quería escucharle que había colocado a su sobrino Simón en el Palacio. Nada menos que en un puesto de Escuchador Real. De paso tambien preguntaba si alguien conocía algún chico joven y bien dispuesto que quisiera colocarse como aprendiz de cerero. Con muchas posibilidades de ascender.

La verdad es que el puesto de Escuchador Real no era ninguna bicoca. Era una figura creada por el Rey actual y que sustituía la figura del Bufón de la Corte. Como quiera que el Rey no tenía ningún sentido del humor había despedido a los bufones. Tambien se da la circunstancia de que Iosephus XII, llamado por algunos Pepe el Manzanita (no por el emblema real de Salannah, sino por su aspecto redondo y sonrosado), a pesar de sus aptitudes administrativas y guerreras, era un llorón y un quejica. Siempre andaba lloriqueando sobre lo incomprendido que era, lo solo que se sentía, lo injusto que era el mundo con él… sus nobles no tardaron en aprender a evitar esos arrebatos y huían despavoridos cada vez que el Rey entraba en sus fases lloronas. La situación llegó a ser insostenible, y se forjaron intrigas para eliminar al Rey y sustituírlo por alguien menos pesado. Consciente de que la cosa no podía continuar así, al chambelán real se le ocurrio una genial idea. Habría un solo hombre encargado de escuchar las cuitas del Rey. Lo escucharía, lo consolaría con su silencio, en definitiva ejercería de paño de lágrimas. Y así nacio la figura de Escuchador Real. Al principio la elección para ocupar un puesto tan aparente recaía en eruditos, científicos y hombres santos; sin embargo éstos no tardaban en declinar tal honor o dirctamente desertaban buscando tierras menos deprimentes. Es por eso, que poco a poco las exigencias para ocupar tan eminente lugar junto al Rey se fueron relajando; pues se descubrió que las personas pacientes y cortas de entendederas duraban más antes de abismarse en la más negra de las depresiones y hacerse necesario un relevo. Tan jodida era la cosa, que una de las asociaciones más influyentes de Salannah, la ADSD (Asociación por el Derecho a un Suicidio Digno) fue fundada por un antiguo Escuchador.

Simón no tardó en descubrir que su actual trabajo era una mierda. Comía y vestía mejor que antes, sí. Era bien considerado y respetado en la corte, pero no tenía ni un momento libre. Debía acompañar al Rey siete días a la semana y veinticuatro horas al día aguantando sus interminables y gimoteantes monólogos. Dormía en un jergón a los pies del lecho real, y si en mitad de la noche su patrón se despertaba sobresaltado por alguna pesadilla, su función era consolarlo y tranquilizarlo hasta que se volvía a dormir. Se había transformado en una especie de retrete emocional que no tenía ni un minuto de soledad y sobre todo echaba de menos a sus queridos libros; porque aunque el Palacio Real de Salannah contaba con una biblioteca que competía, si no en tamaño sí en calidad con la de la ciudad, Simón apenas la había visitado un par de veces, y siempre en el ejercicio de sus funciones de Escuchador por lo que solo se pudo permitir un par de miradas anhelantes a los libros que cubrían las paredes. Y fueron pasando los meses. Y Simón se hundía en negros pensamientos. Y llegó el otoño.

La ciudad se engalanó para celebrar el Día de la Manzana del Rey. Iosephus XII se preparó para tan importante acontecimiento y, contento como estaba con su nuevo Escuchador (le había durado él solo más que los tres anteriores) lo designó para que ejerciera de paje bajo el manzano. Escoltados por una nutrida compañía armada encabezada por el Capitán Mingus se acercaron al árbol mientras la multitud reunida en la plaza los vitoreaba ensordecedora. Iosephus (Pepe el Manzanita) se acercó solemne al árbol acompañado por Simón, encargado de sujetar el largo manto de armiño para que no arrastrara. Iosephus se situó bajo las ramas, alargó su regia mano… y la volvio a retirar contrariado. Retaco como era, la manzana más baja estaba fuera de su alcance. Se hizo un silencio ensordecedor en Salannah. Iosephus discurría la forma de salir airoso de la situación, barajaba la posibilidad de pedir un taburete para alcanzar la manzana, cuando Simón, solícito y servicial como siempre se adelantó y cogio la fruta. Su intención era buena: darle la manzana al Rey para evitar que se pusiera más en ridículo, sin embargo Iosephus la cagó. Dame esa manzana inmediatamente chico. La cara del Rey se había tornado púrpura y parecía a punto de estallar. Su expresión era codiciosa, mezquina e insegura, y un desagradable tic se había apoderado de su ojo derecho. Simón se quedó parado mirando aparentemente al vacío por encima de la cabeza del Rey. Pero no miraba al vacío. A la luz del amanecer, ante sus ojos se destacaban las doradas cúpulas de la Biblioteca de Salannah. Era allí donde había leído una curiosa historia sobre el manzano. Miró la cara del Rey que empezaba a amoratarse. Miró la manzana en su mano. Y le dio un descomunal bocado. Iosephus se quedó blanco, su mandíbula se descolgó y acto seguido volvio al púrpura mientras su mano buscaba el sable ceremonial para atravesar a Simón. ¡Viva el Rey! Gritó alguien en la multitud. La voz solitaria parecio provocar un alud sobre la plaza. La gente vociferaba y trataba de romper los cordones de seguridad al ver lo que Iosephus trataba de hacer. Mingus se había mantenido hasta entonces en un segundo plano. Medía mentalmente la distancia que lo separaba de Simón dispuesto a descargar un golpe fatal. Sin embargo tambien miró a la multitud airada. Sabía qué ocurriría si mataba a quien había comido la primera manzana. Lo destrozarían porque la tradición es la tradición y él estaría cometiendo regicidio. Así que, como era un hombre práctico y amante de las tradiciones actuó en consecuencia: desenvainó su espada, un rápido y efectista molinete, y la cabeza de Iosephus XII (alias Pepe el Manzanita) rodó por el polvo en el preciso instante en que éste terminaba de desenvainar su sable de ceremonia. Hecho esto, se volvio desafiante hacia la multitud y gritó: ¡Viva el Rey Simón I! La plaza se venía abajo.

Simón, durante su primer año fue un gobernante tan bueno como podría haberlo sido cualquiera con dos dedos de frente. A pesar de su desmedida afición por los libros conocía sus limitaciones: no era un hombre sabio. Sin embargo sí actuó como tal. Se rodeó de los mejores asesores y llegaron tiempos prósperos para Salannah. Durante su primer año de reinado tambien desaparecieron los Escuchadores Reales. Y llegó otra vez el otoño. Tiempo de manzanas.

La multitud llenaba inquieta la plaza. Los rumores, dichos, desdichos… recorrían al múltiple y peligroso animal. El comentario más repetido era algo así: no hay manzanas. El manzano está desnudo de frutas. ¿Cómo se va a elegir al Rey? Mientras tanto las puertas del palacio permanecían cerradas. Cuando se abrieron y apareció Simón rodeado por su séquito se hizo el silencio para ser sustituído a continuación por un amenazador murmullo parecido al del mar en los acantilados. Simón se acercó al manzano y lo miró como si lo viera por primera vez. Ciudadanos de Salannah – gritó- Como podéis ver este año no hay manzanas. El murmullo subio unos cuantos puntos. El Rey no comerá manzanas este año. Del murmullo general se escaparon algunos gritos airados mientras las frentes de los soldados de la guardia se cubría de un sudor frío. El Rey no es nada sin el pueblo –seguía Simón imperturbable-, y es por eso que el manzano no es del Rey sino del pueblo. Hoy, el Rey no comerá manzanas, pero el pueblo sí beberá toda la sidra que pueda aguantar. En ese momento entraron en la plaza dos descomunales carromatos tirados por bueyes. Estaban cargados de barriles y rodeados de sirvientes que comenzaron a repartir escudillas de sidra entre la multitud, que aulló regocijada.

Y así se terminó la tradición de las Manzanas reales. Simón, al poco de subir al trono había comprendido que eso de las manzanas era algo muy arriesgado y él prefería no arriesgarse. Tambien sabía lo peligroso que es contravenir la tradición. Así que lo que hizo fue matar una tradición creando otra mucho más placentera y menos peligrosa.

El vieje de Hermes.

Las cuerdas cruzan el universo en todas sus direcciones y dimensiones. La mayoría de ellas tienen el grosor de un cabello pero las hay como galaxias. Las hay espaciales y las hay temporales. De las temporales poco se sabe, pero las espaciales forman bucles, anillos, nudos; algunas se extienden a lo largo de miles de años-luz. Las cuerdas no están hechas de materia; al menos de lo que nosotros llamaríamos materia. Son reminiscencias, fósiles cósmicos anteriores al Big Bang. Por ello no están sujetas a las leyes del tiempo y la distancia que atan al resto del universo. Una cuerda es la misma cosa aquí que a mil años-luz. Por eso contando con la tecnología adecuada y apoyados en cálculos increíblemente complejos, algunos artefactos fabricados por el hombre pueden penetrar en las cuerdas y aprovechar su cualidad omnipresente para aparecer instantáneamente en casi cualquier lugar del universo. Las cuerdas temporales son menos conocidas. Los pocos valientes que se han arriesgado a penetrar en ellas han aparecido en… por ejemplo los tiempos de Jesucristo esparcidos en una superficie de miles de kilómetros y transformados en polvo subatómico. Gajes del oficio.

La lanzadera Hermes es un jinete de las cuerdas en misión de exploración. Está construida en dvrión extraído en las lunas de Júpiter, sus cinco superordenadores son capaces de calcular un salto en las cuerdas con un error máximo de centímetros. Sus dispositivos de seguridad hacen rutinario un salto cuántico que, hasta hace un par de años era un viaje casi suicida. Las unidades de contención donde se introduce la tripulación mientras dura el salto, transforman en una ligera presión la brutal fuerza que se despliega al entrar en una cuerda. La lanzadera Hermes representa la máxima tecnología de la todopoderosa Agencia Espacial de las Federaciones Solares; y la lanzadera Hermes está cayendo envuelta en llamas sobre un planeta desconocido que no aparece en ninguna carta.

El teniente George está pegado al monitor de comunicaciones y a la palanca de mando. También está pegado a las paredes de la sala de control y hay un poco de él flotando por el pasillo principal y por la sala de recreo. Una fisura minúscula en su unidad de contención pasada por alto por un técnico poco meticuloso ha transformado al teniente George en algo parecido a la mermelada de fresa y ha desbaratado los cálculos haciendo que la lanzadera abandone la cuerda muy lejos del destino previsto. El resto de la tripulación, un hombre y una mujer, se prepara para abandonar la nave en la cápsula de salvamento. La entrada en la atmósfera del planeta es tan violenta como cabe esperar y el aterrizaje es también tan violento como cabía esperar. Sin embargo, aparte de una brecha en la frente del hombre y algunas contusiones están los dos enteros. El dvrión y los paracaídas han cumplido con su cometido. Sueltan sus arneses y se abrazan entre lágrimas y palabras de ánimo: están vivos y mientras hay vida hay esperanza. No saben en ese momento que existen algunas cuerdas capaces de negar hasta lo indecible ese optimista refrán. Están vivos, sí, pero no han tenido suerte.

El hombre y la mujer contienen la respiración mientras los sensores instalados en el exterior de la cápsula toman sus lecturas durante un tiempo que les parece interminable. De pronto, el monitor comienza a poblarse de letras y listas; todas verdes: temperatura exterior 27 grados con posibles fluctuaciones de ± 10 grados, gravedad de 1.3 g (que equivale a 1.3 veces la gravedad en la Tierra a nivel del mar). Composición de la atmósfera casi equivalente a la terrestre… es un planeta perfectamente habitable. Una playa, un daiquiri y unos cuantos cocoteros y podrían sentirse como perdidos en alguna paradisíaca isla del Pacífico. Un zumbido seguido de un bip bip bip monótono y tranquilizador les indica que el transmisor de emergencia se ha puesto en marcha y utiliza las cuerdas para transmitir el SOS con sus coordenadas. En un par de semanas aparecerá la nave de rescate. Una línea del monitor parpadea en amarillo llamando la atención del hombre. El sensor geométrico parece estar dañado porque sus lecturas dan una antigüedad para el planeta de tan solo cinco días. Sin embargo olvida pronto el detalle; tienen otros problemas. Los víveres están bien pero los tanques de agua han sido dañados por el impacto y quedan apenas un par de litros. Tampoco es un gran problema; los dos han sido entrenados en métodos de supervivencia y en un planeta como ese debe haber agua: y si la hay la encontrarán.

Las fijaciones de la puerta resoplan al soltarse y ésta cae hacia fuera entre una nube de vapor. Los astronautas salen dando traspiés. La gravedad superior a la terrestre se deja notar y tardarán algún tiempo en acostumbrarse. Fuera está oscuro y el cielo se ve tachonado de estrellas desconocidas. De pronto las estrellas fluctúan y parecen apagarse mientras el cielo se cubre de todos los colores del arco iris y algunos más que se mueven y se mezclan en colores más extraños todavía. El cielo multicolor parece alejarse y desplomarse sobre ellos a la vez, mientras sienten un ahogo y un vértigo que les obliga a cerrar los ojos. El suelo se mueve sin moverse y cuando se atreven a volver a mirar solo los contemplan las estrellas luminosas y lejanas mientras el horizonte enrojece en un amanecer. En el monitor, la lectura del sensor geométrico se pone a cero.

El amanecer les muestra un paisaje árido y desolado pero de una inmensidad sobrecogedora. Han caído en un valle rodeado de montañas que se elevan, como amontonadas unas sobre otras hasta tal altura que los astronautas llegan a sentir al mirarlas una leve sensación de claustrofobia. Hacia el este, o al menos en la dirección en que está saliendo el sol, el valle va descendiendo y ensanchándose hasta transformarse en una inabarcable llanura; en esa llanura, la luz del amanecer se refleja con un brillo acerado y cegador: agua. O al menos algo líquido. No parece encontrarse a más de veinte o treinta kilómetros así que, cargando los pertrechos y víveres más imprescindibles, y mimando su reserva de agua se ponen en camino.



Cuando el sol, o más bien la vieja estrella anaranjada que ilumina ese planeta se oculta entre las montañas, los astronautas llegan a dos conclusiones importantes: efectivamente la llanura líquida y azul que se extiende ante ellos parece estar formada por agua. La segunda es que no van a alcanzarla ese día. La enormidad de los paisajes que los rodean y la reverberación del aire sobrecalentado han engañado su sentido de la perspectiva; su capacidad para medir distancias se mostró muy optimista por la mañana y no llegarán al agua ese día. Posiblemente tampoco lo hagan al día siguiente. El durísimo entrenamiento al que se han visto sometidos muestra ahora su valía. No desesperan. Deciden reponer fuerzas y desplegar su vivac para pasar la noche.



El quinto día los astronautas están al borde de la muerte. Atrás quedaron los víveres, los equipos y gran parte de la ropa. Caminan arrastrando los pies y los ojos febriles con una única idea en sus cerebros al borde del colapso: agua. La brillante llanura azul parece casi al alcance de la mano. La suave brisa les trae la sensación de humedad y el sonido del oleaje. Esto hace su sed aún más atormentadora. El agua está en verdad casi al alcance de la mano. Apenas una hora de camino más y podrían beber hasta hartarse. Sin embargo no van a llegar. La mujer camina unos metros delante del hombre y parece en mejores condiciones. Su cuerpo más menudo y fibroso es menos fuerte pero también más resistente y lo que es más importante; requiere mucha menos energía. El hombre está mucho peor. Se tambalea a punto de caer en cada paso. Sus labios cortados se han replegado y dejan a la vista los dientes en una mueca lobuna. Desde la mañana no puede hablar, no puede pensar, y sigue caminando inmerso en un tormento indescriptible víctima de alguna misteriosa señal que su cerebro casi inoperante ya, sigue enviando a sus piernas. La mujer oye un ruido a su espalda y mira hacia atrás. El hombre ha caído. Durante varios minutos duda. Mira alternativamente al compañero caído y a la salvación líquida que tiene delante. Está cansada, muy cansada. No puede pensar con claridad. Pero no va a abandonar a un compañero. Vuelve y con las escasas fuerzas que aún le quedan trata de levantarlo susurrándole lo que ella pretende que sean palabras de ánimo y no son sino balbuceos. Su lengua seca e hinchada no puede articular ningún sonido inteligible. Él respira superficialmente. Parece sentirse bien. Descansando. Ella también necesita descansar. Sí, descansará un momento y luego continuará. Conseguirá agua y volverá a buscarlo. Estarán salvados. Cae la oscuridad.



El primer pensamiento del hombre al despertar es que el agua no debe estar ya lejos. La recuerda casi al alcance de la mano pero no recuerda haber llegado. El día anterior está confuso en su memoria. En esos momentos que separan el sueño de la vigilia, su mente confusa echa algo de menos. Algo que debería estar y no está: la sed. Durante los últimos días la sed había crecido hasta ocupar todo su pensamiento. Ahora ha desaparecido. Sí, debieron llegar al agua por la noche. Sin embargo hay otra nota discordante, algo que, al contrario que la sed está y no debería estar: su chaqueta de supervivencia. Está seguro de haberla abandonado dos o tres días atrás. Se incorpora bruscamente. Ve a la mujer también sentada, también completamente vestida. Está llorando y en su mirada hay algo parecido al más absoluto terror. Sigue la mirada de ella y se queda sin aliento. Su vista se nubla. No puede ser. La cápsula de salvamento está a menos de cinco metros. Todo está como lo dejaron. La puerta caída, los paracaídas ondeando ligeramente con la brisa y el monótono bip bip bip del transmisor de emergencia cumpliendo con su misión. En el monitor una línea parpadea en amarillo. Marca trece minutos. El hombre aún no comprende. La mujer llora porque sí ha comprendido. Al fin y al cabo, cuando estudiaba se interesó especialmente por las cuerdas temporales.

Cuando se calma trata de explicarle al hombre la situación. Al ocurrir el accidente con el contenedor del teniente George todos los cálculos se trastocaron y no salieron de la cuerda en el lugar previsto. No sabe dónde, ni siquiera cuándo han salido. Lo que parece estar claro es que han caído en un planeta o en la imagen dimensional de un planeta atrapado en una cuerda de tiempo que forma un bucle de cinco días. Por eso están otra vez junto a la cápsula, por eso no tienen sed, por eso a él le vuelve a sangrar la brecha que se hizo en la frente durante el aterrizaje. El problema son los recuerdos. Los dos recuerdan perfectamente lo ocurrido durante los cinco días “anteriores”. La mente, el alma, o como quieran llamarla no parece verse afectada por esos saltos hacia atrás en el tiempo como sus cuerpos o el resto de los objetos, que parecen volver donde estuvieron dentro de un radio de unos diez metros. Su mente tiene cinco días más de experiencia pero sus cuerpos han vuelto al mismo estado. Son dos inmortales con una esperanza de vida de cinco días.

Sin quererlo están viviendo el sueño humano máximo. La inmortalidad. Y ahora saben que el sueño no es tal. Ahora saben que la inmortalidad supera en horrores a los infiernos de Dante. La inmortalidad es desconcierto, desesperación, y sed. Cinco días horribles y luego, después de un amanecer multicolor volver a empezar. Incluso la muerte, el olvido les están vedados. Un día el hombre no puede aguantar mas y después del amanecer entra en la cápsula y abre la caja donde se guardan las armas. Ella escucha el disparo y comprende antes de verlo tendido en el suelo con la cabeza destrozada. Tal vez sea ese el mejor camino. Sin pensarlo, sin llorar, se acerca; coge la pistola de la mano ensangrentada de él y se vuela la cabeza.

La nave de salvamento completa su salto quántico justo doce días después de haber recibido el SOS. Orbitando en torno a un planeta azul y verde parecido a la Tierra buscan el origen del bip bip que les ha traído hasta aquí. Siguiendo la señal que emite la cápsula aterrizan en un valle rodeado de montañas coronadas de nieve. Ante ellos se extiende una selva impenetrable y deben usar los machetes hasta dar con los restos de la cápsula. Parecen haber pasado muchos años. La vegetación ha invadido todos los recovecos y sobre el monitor aun encendido se extiende una capa de musgo verde. En los asientos dos cadáveres les sonríen. Los huesos están descarnados y solo algunos jirones de uniforme y las chapas de identificación enmohecidas les confirman que no se han equivocado. Aquí están los náufragos que vinieron a buscar. Sin embargo parecen llevar cientos de años muertos. No existe explicación para el fenómeno y el informe con el que volverán a la Tierra mantendrá ocupados durante años a los teóricos de las cuerdas temporales. Eso es algo que no interesa al capitán de la nave de salvamento. El hace su trabajo embalando dos esqueletos sonrientes en bolsas de plástico, recogiendo el equipo y volviendo a la Tierra.



El hombre despierta bañado en sudor. Su corazón desbocado amenaza con salírsele por la boca. Respirando con dificultad se horroriza al recordar la pesadilla. Algo pringoso le corre por la frente y se lo limpia distraído mientras trata de recordar dónde esta. Mientras mira su mano ensangrentada recuerda. Y se desespera. Los sollozos de su compañera se confunden con un bip bip bip repetitivo y ominoso.

(N. del A. : Esto que has leído, amable lector (hola mamá, hola ard) es ciencia-ficción, incluso ciencia-ficción un poco torpe en cuanto a los conceptos físicos y astronómincos que maneja. O sea: no es real. Lo digo porque la gente hoy en día se traga cada cosa...

El manzano de Salannah.

Desde tiempos inmemoriales, existe en Salannah una curiosa costumbre. Aunque dadas sus implicaciones, tal vez más que «costumbre», sea una tradición. Sea como sea algo muy antiguo que se remonta a los tiempos de fundación de la ciudad. He aquí la leyenda. Cuentan los más viejos del lugar (esto es un eufemismo, porque la esperanza de vida en Salannah nunca pasó de 35 años) que hace miles de años pasó por el valle donde ahora se levanta Salannah una tribu de pastores nómadas. El jefe del clan tenía dos hijos gemelos: Upa y Salann. Un día salieron los dos muchachos del campamento a pastorear los rebaños de su padre (que como era jefe del clan esa mañana estaba muy ocupado durmiendo la mona) y a Upa se le ocurrió una genial idea. Estoy harto – le dijo a su hermano – de andar siempre de acá para allá vigilando tontas ovejas. Lo que me gustaría de verdad es vivir en una casa de piedra y que otros trabajaran para mí. Salann, que era algo lento de entendederas reflexionó sobre lo que su hermano le había dicho y por fin respondió. Para vivir en una casa de piedra necesitarías una ciudad hermano mío, y no hay ciudades por aquí. La ingenuidad juvenil dictó la respuesta de Upa. Pues fundaré una aquí mismo, al pie de aquel manzano. ¿Y cómo se llamará esa ciudad? – se animó Salann – . Se llamará Upah en honor a su fundador. Pues vaya nombre, yo la llamaría Salannah que es un nombre mucho más bonito. Encuentro que Salannah es un nombre un poquito afeminado – bromeó Upa – pero si quieres te propongo un trato. El primero que llegue a ese manzano y se coma una manzana decidirá el nombre de la ciudad. Salann era más lento de entendederas que su hermano pero más rápido de piernas, así que cuando éste llegó al pie del manzano, Salann reía de contento y saltaba gritando Salannah, Salannah, con la boca llena de fruta. Upa adoraba a su hermano, y como era además mucho más inteligente, no encontró ningún reparo en que le diera su nombre a la ciudad imaginaria. Y así transcurrió el día.

Pasaron las semanas y un día, Upa se despertó de la siesta que había estado haciendo a la sombra del manzano y echó de menos a Salann. Miró alrededor y por fín lo descubrio acarreando y amontonando las piedras más grandes que podía encontrar. Al preguntarle qué hacía éste le respondio que como veía que pasaban los días, llegaba el invierno y no pensaba fundar su ciudad, él se había puesto manos a la obra para levantar una buena casa con corral para ellos y sus ovejas. Porque – reflexionó juicioso – todas las ciudades deben comenzar con una primera casa. Upa, como hemos dicho adoraba a su hermano y decidio seguirle el juego al ver que lo hacía feliz. Sin embargo se propuso ir desilusionándolo paulatinamente, porque al fin y al cabo eran nómadas y los nómadas deben moverse siempre en busca de pastos mejores. Salann se tomó el juego tan en serio, que un mes despues, con la ayuda de su hermano ya había levantado una bonita y pequeña cabaña de piedras y barro con el techo de ramas entrelazadas. Cuando estuvo terminado el cercado le propuso a su hermano que, con el permiso de su padre se quedaran allí en vez de bajar al campamento a la orilla del río. Y no solo hicieron eso, sino que cuando a su tribu de pastores le llegó el momento de seguir el camino del sur hacia los pastos de invierno, ellos se quedaron en su casa de piedra. Algunos, su padre entre ellos se rieron ruidosamente de su decisión prometiendo volver el año siguiente para enterrar sus cadáveres congelados. Sin embargo las cosas ocurrieron de una forma muy distinta. En los alrededores del manzano los pastos eran abundantes, tanto que podrían haber mantenido cien rebaños como el suyo; el invierno fue inusitadamente suave con apenas alguna helada de poca importancia, y cuando volvio la primavera y con ella la tribu de nómadas que había sido su familia, Upa y Salann habían prosperado. Sus rebaños se habían multiplicado y ellos se habían dedicado a añadir nuevas estancias a su casa y a excavar un estanque donde abrevar sus ovejas. Su antigua tribu sin embargo volvía diezmada. Primero una sequía inesperada en el sur había agostado los pastos, luego las plagas, los bandidos y las alimañas se cebaron en lo que había sido una de las más orgullosas y populosas tribus de esa parte del mundo. Pocos fueron los que volvieron ese año al valle. Pocos y en tan mal estado que parecían fantasmas pálidos y ojerosos acosados por el hambre y la enfermedad. El padre de Upa y Salann no estaba entre ellos. Los dos hermanos se apiadaron de su gente y compartieron con ellos su buena suerte. Poco a poco se fueron multiplicando las casas de piedra y las tiendas y los enormes carromatos que habían sido el orgullo y la seña de identidad de su cultura se desmantelaron para usarlos en otros menesteres. Cuando llegó el invierno habían dejado de ser nómadas. Los bueyes ya no tiraban del carro sino del arado, los orgullosos caballos pasaron de ser un medio de transporte a una fuente de diversión, los dioses de la estepa fueron sustituídos por diosas de la fertilidad. Todo podría haber quedado así, en una próspera aldea agrícola, ganadera y autosuficiente. Sin embargo una guerra en el lejano norte que hizo peligrar las rutas de comercio lo cambió todo. Un buen día llegó una caravana cargada de riquezas a Salannah (pues al final ese era el nombre de la aldea); en su camino hacia las prósperas y civilizadas ciudades del occidente, buscando rutas más seguras se topó con la pequeña aldea que había crecido alrededor del manzano. Intercambiaron parte de sus perfumes y especias por carne de cordero y frutas de la vega a la orilla del río. El año siguiente fueron dos las caravanas. Despues tres, y más tarde muchas más. Para cuando eso ocurrió Salannah ya no era una pequeña aldea con toscas casas de piedra. Se habían establecido comercientes y artesanos, se había contratado una milicia, se había levantado una muralla. Durante todo ese tiempo Upa había sido el cerebro de Salannah; su hermano Salan era su sonriente cara. Murieron muchos años despues; gordos y ricos, y ni un solo día dejaron de cuidar el manzano que a esas alturas era un arbol imponente. Despues de su muerte, los descendientes de Salann (Upa no los había tenido) gobernaron la ciudad.

Y ocurrió que un día Salannah se quedó sin jefe. El último integrante de la dínastía de los Salánidas se rompió la cabeza al caer de su caballo y no dejó descendencia. Se sucecieron las escaramuzas entre distintas facciones poderosas para hacerse con el mando de la ciudad. La pacífica y cosmopolita Salannah se ensangrentó en una guerra civil que hizo peligrar el comercio que constituía la mayor de sus riquezas. Era otoño, tiempo de manzanas, cuando un viejo y sabio consejero recordó la historia del manzano, de la carrera de Upa y Salann y propuso que se decidiera así la sucesión. Los los levantiscos jefes de los clanes, conscientes de lo perniciosa que era la situación para la ciudad, pactaron una tregua y se sometieron al arbitrio del anciano. Él establecería las reglas y así lo hizo. Los jefes guerreros deberían esperar en cierto lugar, a la entrada del valle y fuera de los muros de la ciudad a que se abrieran las puertas. Cuando eso ocurriera deberían correr hacia el manzano, y el primero en llegar y comer su fruta gobernaría la ciudad durante un año. Entonces se repetiría la competición y así se instauró la peculiar forma de elegir gobernante que imperó en Salannah durante mucho tiempo. Con los años el concurso se tornó más duro. Los aspirantes se rodeaban de tropas armadas y usaban mil y una artimañas para llegar los primeros al manzano y entorpecer a sus contrincantes. Intrigas, veneno, dagas, todo valía con tal de conseguir la primera manzana. Salannah se ensangrentaba el día de la elección, pero al menos era una situación controlada, ocurría solo una vez al año y todos acataban el resultado sabiendo que el año siguiente volverían a tener su oportunidad. Todo siguio así hasta que un hombre excepcionalmente cruel y poderoso accedió al trono. El año siguiente, el día del concurso todos los aspirantes aparecieron muertos y él no tuvo mas que encaminarse tranquilamente hacia el manzano y comerse la manzana del poder mirando a la multitud con expresión desafiante. Tal vez fuera debido al pequeño ejército armado hasta los dientes que lo rodeaba, pero nadie tuvo nada que objetar. Además, tampoco había sido un mal gobernante; la ciudad había prosperado durante el año que él pasó en el trono. Durante los años que siguieron, su poder se consolidó y no hubo otro aspirante que él. Sin embargo nunca dejó de cumplir con el rito de comer la primera manzana. Ni él, ni sus descendientes que gobernaron la ciudad en lo sucesivo, pues sabían que al populacho se lo puede putear de mil y una maneras, pero violar las tradiciones es la forma más segura de tener problemas. Y con uno de esos descendientes, Iosephus XII (Pepe el Manzanita por mal nombre) arranca la historia que contaré… mañana.

La puta de Salannah

Ella era puta como su madre; también la madre de su madre había sido puta. De hecho incluso el padre de la madre de su madre había sido puta. No me preguntéis cómo es posible que un duro (y peludo) mercenario de mediana edad se levante un buen día hecho una puta. En Salannah pasan cosas más extrañas a veces. Pero volviendo al mercenario que se hizo puta, no faltaba quien decía que tambien era un hijo de puta; aunque sospecho que eso nada tenía que ver con su madre que era curandera y remendadora de virgos. Pero esa es otra historia y puede que algún día os la cuente. Volvamos con la biznieta del mercenario-puta porque ella es la protagonista del relato de hoy.

El barrio rojo de Salannah ha sido tradicionalmente un barrio de putas. Se dice que eso se remonta hasta miles de años atrás, incluso hay una leyenda y todo; pero tambien es verdad que la gente dice muchas tonterías. Nuestra puta, por ser aún jóven y bella se ganaba al vida en uno de los antros menos sórdidos de ese sórdido barrio. Los había peores; en callejuelas estrechas y apenas iluminadas se refugiaban viejas y ajadas glorias de tan digna profesión, que enfermas y derrotadas sobrevivían a base de pequeños y repugnantes trabajos semiocultas en la misericorde penumbra. Curiosamente, de la zona más oscura del barrio rojo, a pesar de la pésima salud que disfrutaban por lo general quienes allí se ganaban la vida, sacaban pocos cadáveres. Puede que ese curioso hecho esté relacionada con la abundancia de ratas que allí había, pero quién quiere saberlo. En estos poco alegres pensamientos andaba perdidan nuestra protagonista mientras soportaba en un cuartucho mugriento las violentas embestidas de un obeso mercader que había llegado esa misma mañana con una caravana procedente del desierto. Esos pensamientos fueron los que le proporcionaron las fuerzas y la determinación necesarias para llevar a cabo su plan y que habían flaqueado alarmantemente durante las últimas horas.

Cuando los gemidos del mercader se tornaron más fuertes y su respiración más superficial ante la inminencia del orgasmo, ella empuñó el largo y afiladisimo estilete que había ocultado unas horas antes debajo de la almohada y con suavidad, casi con cariño, lo introdujo entre las costillas del hombre. La empuñadura vibró levemente cuando la punta de acero tocó el corazón y él se puso tenso. En su mirada se reflejó la incredulidad y cogió aliento para gritar. No llegó a hacerlo. De sus ojos se esfumó de pronto todo rastro de vida y lo que iba a ser un grito, privado de fuerza se transformó en un suspiro que habría parecido de satisfacción de no haber sido por la mirada vidriosa y la sangre que parecía salpicarlo todo. Mientras forcejeaba para desembarazarse de pesado cuerpo del mercader recordó algo que le habían contado tiempo atrás: en algún lejano país definían el orgasmo como «la pequeña muerte». Vaya –pensó-, pues a este le ha llegado una muerte grande o, al menos de tamaño natural; esto sí ha sido un servicio completo. Los caminos del pensamiento son a veces bastante inoportunos.

Cuando el cielo empezaba a clarear Salannah era una mancha brumosa y deformada por las nieblas de la mañana que se iba tornando cada vez más irreal a medida que ella se alejaba cabalgando sobre una bonita yegua y seguida por un borrico con las alforjas rebosantes por el oro del mercader. Cuando el sol naciente le bañó el rostro de luz, ella sonrió feliz por primera vez en su vida al pensar que la pequeña vida que se desarrollaba en su vientre nunca sería puta. Na había remordimiento, la prostitución es un oficio duro y el barrio rojo de Salannah un lugar podrido.

En justificación y descargo del cabrón de Miguelito

Miguelito había nacido cansado. Al menos eso decía, o más bien vociferaba a cada momento su santa madre. La madre de Miguelito descrita por una persona educada habría sido una mujer con carácter. Pero Félix Rodriguez de la Fuente habría descrito, usando su voz más admirativa y tensa, como una alimaña sin paliativos. La buena señora se deslomaba de sol a sol; limpiando sobre limpio, ordenando sobre ordenado, a veces cocinando sobre cocinado. No paraba ni un minuto y terminaba los días agotada. Su comportamiento no era obsesivo como se podría esperar de una persona así, qué va, su constante actividad era un simple acto de desprecio: para poder decir con la cabeza bien alta lo muchísimo que trabajaba ella y poner así de relieve la vaguería y estulticia que imperaban en el resto del mundo. Sus contadisimos ratos de ocio los dedicaba a dos cosas fundamentalmente: a gritarle a Miguelito (su marido hacía tiempo que había tirado la toalla y se había muerto, de un infarto como no podía ser de otra manera) y a tejer junto con alguna de sus vecinas, una red de maledicencias de proporciones fractales. Con semejante progenitora, llegó el momento en que ante Miguelito se abrieron dos únicos caminos a seguir: el primero consistía básicamente en volverse majareta y, un buen día agarrar un cuchillo de cocina mellado y soltando espuma por la boca apuñalar a la vieja hasta que cerrara de una vez por todas el nido de mierda que tenía por boca. Pero como Miguelito había heredado alguno de los genes prácticos que tenía su padre (que era contable) eligio el segundo camino que consistia básicamente en pasar de todo. Mientras estaba en su casa, su posición natural era la horizontal. El cansancio mental que le provocaba ver a la arpía afanándose de aquí para allá a todas horas le impedía cualquier actividad, incluso leer un libro o ver la televisión. Aunque su inactividad no era achacable exclusivamente a ese cansancio existencial. Más bien era una suerte de método de autodefensa que fue desarrollando y perfeccionando con el paso del tiempo desde que había escogido el camino del pasota. Su estrategia era la de cualquier animalillo pequeño y vulnerable en una situación extrema: pasar lo más desapercibido posible. En los oscuros y enrevesados pasillos de su mente, allí donde anidan los sentimientos y las emociones más viscerales las puertas se fueron cerrando una tras otra. Y un buen día, sin saberlo siquiera tiró la llave. Con la inteligencia emocional encerrada y olvidada, otros procesos mentales ocuparon su lugar. Con el tiempo la mente de Miguelito fue capaz de trazar con precisión de tiralíneas el camino que va desde el deseo a su satisfacción, derribando o sorteando impecablemente los obstáculos que van una cosa a la otra sin importarle demasiado las implicaciones morales de sus actos y quién se vería perjudicados por ellos; y todo imprimiendo el mínimo esfuerzo. Miguelito se transformó en un hombre sin moral. Sin embargo pasó algún tiempo antes de que eso se hiciera evidente.

Como a todo el mundo en esta vida (excepto a los herederos profesionales), a Miguelito le llegó el momento de ponerse a trabajar. El dudoso honor de lanzarlo al mundo laboral les tocó en suerte a los antiguos jefes de su padre. Hay gente a la que le toca la primitiva; a esos buenos señores les tocó Miguelito. Su padre había sido un buen trabajador: callado, poco problemático, serio y efectivo en su labor; alguien en quien siempre se podía confiar. Sus antiguos jefes adoptaron alegremente al huérfano sintiendo que le devolvían un favor a un viejo amigo. Al principio no se arrepintieron de su decisión. El hijo era tan callado, tan serio, tan efectivo y tan gris como el padre. Sin embargo un día todo cambió; y la culpa la tuvo una estrella del rock. Estaba Miguelito un día tomando un café durante el descanso del trabajo cuando algo llamó su atención. En la televisión se veía un aeropuerto y un pequeño avión a reacción del que descendía a duras penas, acosado por sus fans y rodeado por sus escoltas un cantante de moda. A Miguelito siempre le había traído al fresco la música fuera del género que fuese. Fue el avión lo que llamó su atención; y se preguntó cómo se sentiría un hombre al tener su propio avión. Con el último sorbo de café se propuso comprobarlo. Para cuando pagó el café ya había trazado un plan. Y a partir de ese mismo momento se ocupó en llevarlo a cabo.

Sus jefes se dieron cuenta pronto de que su trabajo había dado tanto un salto cualitativo como cuantitativo. Tan callado como siempre, de vez en cuando se permitía hacer certeros comentarios que tras su aparente sencillez revelaban una gran efectividad en beneficio de la empresa al ser llevados a cabo. Poco a poco le fueron encomendadas labores de más responsabildad y complejidad hasta el punto de que llegó a hacerse imprescindible y estar más cerca de los jefes de lo que lo estaba ninguno de sus compañeros. Apoyándose en su nuevo estatus que le proporcionaba cierta inmunidad pasó a dar una vuelta más de tuerca a su comportamiento y a parasitar labores que otros llevaban a cabo. Los pocos que se atrevieron a denunciar ese comportamiento eran brutal y rápidamente desacreditados. Los dueños de la empresa lo achacaban todo a envidias internas; era comprensible, máxime viendo cómo medraba su negocio impulsado por los toques de geniales de Miguelito. Y siguieron así de ciegos hasta que un día se encontraron en la calle, con cara de idiotas y con una mano detrás y otra delante.

Con el tiempo Miguelito llegó a controlar, con su efectividad de máquina bien engrasada todos los procesos de control y gestión de su empresa. Hasta tal punto era así, que los dueños a veces se preguntaban qué hacían yendo todos los días a trabajar. Una tarde, cuando todos los empleados se habían marchado a casa, estaban barajando la posibilidad de elevar a Miguelito a la categoría de socio cuando éste entró en el despacho y, tan serio y mesurado como siempre les dio a leer un fajo de papeles. Sus expresiones pasaron de la sonriente tranquilidad al estupor y del estupor a la rabia. Esos papeles demostraban que, en algún momento durante esa semana habían vendido a Miguelito su empresa, sus casas, y hasta los Scalextric de sus nietos. Todo estaba firmado por triplicado de su puño y letra. No había posibilidad de error. Poco despues un par de guardias de seguridad recien contratados ponían en la calle a dos ancianos que ya no tenían nada. Uno de ellos se suicidó esa misma noche, el otro vivio muchos años en un psiquiátrico, desquicidado y gritando día y noche lo cabrón que era Miguelito. Mientras tanto Miguelito se arrellanaba en el sillón principal del gran despacho y soltaba un leve suspiro de satisfacción. Sin embargo no sonreía, aún quedaba mucho por hacer.

Llegaron entonces tiempos duros. Los empleados fueron fáciles de manejar. A pesar de que todos estaban al corriente de lo que había ocurrido y un par de ellos incluso se habían imaginado algo parecido fueron pocos los que lo hicieron patente. Al tercer despido fulminante todo volvio a estar como si nada hubiera ocurrido. Miguelito llevaba la empresa con mano de hierro pero nada ocurría si todo el mundo cumplía con su obligación. El que cometía un fallo no tenía una segunda oportunidad. Las verdaderas dificultades las plantearon algunos empresarios que tenían tratos con su negocio. Trataron de hacerle el vacío, cortarle las líneas de suministro, ponerle la zancadilla, porque todo el mundo apreciaba a los dos ancianos desahuciados. Sin embargo un par de visitas de los nuevos guardias de seguridad y dos o tres maniobras disuasorias llevadas a cabo por su nuevo (y poco escrupuloso) abogado devolvieron tambien esas aguas turbulentas a su cauce. Y la estrella de manolito continuó su fulgurante ascensión. Compró otras empresas, arruinó algunas que le hacían la competencia e hizo pactos ventajosos con otras que le hacían sombra y… más tarde tambien fueron suyas. Su camino estaba sembrado de buenos negocios, cadáveres financieros, y algún que otro cadáver menos financiero y más maloliente. Su olfato, su determinación y su falta de escrúpulos se hicieron famosos en el mundo de las altas finanzas. Ya nadie lo llamaba Miguelito; con 35 años lo llamaban Don Miguel usando un tono entre de adulación y de temor reverencial. Eso no impedía, o más bien era una consecuencia lógica, que a sus espaldas todo el mundo echara pestes de él. Miguelito lo sabía pero le importaba poco. No tenía tiempo para esas cosas.

Una mañana Miguelito recibio una llamada del hospital. Su madre había sufrido un infarto y su pronóstico, dado lo avanzado de su edad, era grave. Hacía años que no la veía y lo único que sabía de ella era que malvivía con una exigua pensión de viudedad. De todas formas era su madre y además la beneficiaria del único sentimiento que seguía vivo en él despues de tantos años. La odiaba a muerte. Así que se dijo que la visitaría. Pero antes hizo una llamada a su abogado que, rápido y eficaz le entregó una carpeta en el mismo vestíbulo del hospital. Su madre había envejecido. Eso era indudable; sus cabellos se habían tornado blancos y la flaccidez de la piel le daba una expresión casi dulce. Tambien su carácter parecía haberse dulcificado con los años. Al reconocer a Miguelito dos huesos lagrimones rodaron por sus mejillas mientras balbuceaba frases inconexas feliz de ver otra vez a su vástago perdido. Miguelito sonrió a la enfermera de la U.V.I., una sonrisa algo culpable que ella correspondió comprensiva y lo dejó a solas con su madre. Él cogio una mano pálida y traslúcida, como de cera y le dio suaves palmadas susurrando frases tranquilizadoras hasta que la anciana se calmó. Despues sacó su carpeta y le leyó el contenido. Hablaba de asilos inmundos, cuentas de ahorros embargadas y de la expropiación de la casa. Todo era falso, por supuesto, pero los papeles tenían esa impresionante pinta oficial llena de cuños y firmas ilegibles. De todas formas Miguelito sabía que la anciana nunca conocería el embuste. Porque acto seguido el pip pip monótono del monitor cardiaco se aceleró, se volvió irregular y la anciana empezó a convulsionarse en la cama mientras ponía los ojos en blanco y echaba espuma por la boca. La enfermera, con semblante preocupado lo sacó de allí rápida y suave pero firmemente y corrio las cortinas en el momento que llegaba el médico a todo correr. Miguelito se marchó del hospital, ya no tenía nada que hacer allí. Una vez en su despacho introdujo la carpeta en la destructora de documentos. Justo despues del entierro de su madre, en una reunión con el ejército de economistas que trabajaban a sus órdenes se dio cuenta de que no solo se podía permitir comprarse un avión. Podía comprarse una compañía aérea si le apetecía. Un año despues, sobrevolando el Atlántico en su avión privado (había ido a recogerlo personalmente) firmaba la venta de todas las acciones de sus múltiples empresas. Si existiera la justicia poética, podría contar cómo en el momento de firmar, una tormenta se apoderó del pequeño reactor, lo zarandeó hasta arrancarle las alas y lo estrelló contra el Mar de los Sargazos. Sin embargo, aunque la justicia poética existe tiene que compartir su espacio con el refrán que dice que mala hierba nunca muere. En este caso ganó el refrán. Miguelito vivio muchos años aún, retirado en una finca del tamaño de un pequeño país y con su propio aeropuerto. Cuando tuvo su avión, se ocupó de que su dinero fuera bien invertido y se dedicó a hacer lo que más le gustaba en este mundo: nada. Bueno… eso no es completamente cierto. Al menos una vez a la semana volaba en su avión.

Y al final Miguelito murio, como no podía ser de otra manera. Expiró dulcemente en su cama rodeado de llorosos herederos profesionales. No faltó en su entierro quien, en voz baja comentó lo cabrón que había sido en vida; pero fueron los menos, cuando uno tiene suficiente dinero y además está muerto se le perdonan algunas cosas. De todas formas Miguelito no era malo, nunca lo fue realmente. Miguelito solo quería un avión y no tenía sentimientos que lo estorbaran para conseguirlo.

Camino de Salannah

El desierto, torturado por un sol implacable se extendía de horizonte a horizonte; allí las distancias no podían medirse en irrisorias medidas como leguas, millas o estadios. El desierto se medía en semanas, meses, y aún años de viaje. En medio de esa cruel llanura, destacándose como unos granos de pimienta especialmente disciplinados en una montaña de sal, avanzaba una caravana. Cientos de bestias de carga vigiladas por sus arrieros y lujosas carretas de mercaderes formando una hilera que se movía con ese andar pausado y aparentemente lento pero implacable que parecía pensado para cubrir largas distancias. En la cabecera de ese imponente navío del desierto cabalgaban dos gallardas figuras. Sus guías. Hijos de las dunas nacidos en lo más recóndito e inhóspito de ese infierno. Hombres duros, de mirada acerada y miembros enjutos y flexibles. Cabalgaban en dos briosos corceles enjaezados de plata y cuero e iban cubiertos de la cabeza a los pies con oscuras telas que no dejaban al descubierto mas que sus ojos de halcón. De sus anchos cinturones colgaban sables pesados y afilados como cuchillas; sus largos arcos de cuerno y sus aljabas repletas de emplumadas flechas eran promesas de muerte para todo aquel que osara interferir en el regular pacífico paso de la caravana. Educados desde la más tierna infancia en las más despiadadas privaciones, la lucha, y la sabiduría de la arena; eran capaces de vivir donde otros habrían muerto, de luchar donde otros habrían desesperado, de seguir cuerdos donde otros habrían enloquecido. Eran temidos y respetados y su reputación era bien merecida.

De pronto uno de ellos habló: debo decirte, oh hermano en las dunas (que los dioses de la arena mantengan tu cantimplora siempre llena de agua, tus alforjas llenas de queso de cabra, y tu entrepierna libre de insidiosos parásitos) que si hubiésemos seguido el camino de las montañas (como propuse yo humildemente) en vez de elegir el del llano (como impusiste tú inflexible, oh grande entre los grandes, que los dioses etc. etc.), a estas horas estaríamos ya en Salannah refocilándonos en sus múltiples tabernas y gastando alegremente nuestro oro en sus ruidosas casas de placer. El aludido guardó silencio mientras dirigía sus ojos oscuros y fríos hacia el horizonte, y por fin respondió. Hay que joderse – dijo – el viaje que me estás dando. Y mientras el sol enrojecía y hundía en el horizonte añadió: además, Salannah es un nido de maricones.

Los caballeros de Salannah

Los caballeros de Salannah eran en verdad gente dura. Curtidos en mil batallas y entrenados hasta la extenuación. Sus cargas eran un espectáculo de brillos y colores: armaduras pulidas, melenas al viento, relumbrar de picas y espadas desenfundadas. Y encajes, sedas, rasos y satenes; porque los caballeros de Salannah eran un «poquito» maricones. Muchos de sus enemigos comprendieron demasiado tarde su error al confundir maricones con afeminados. Los caballeros de Salannah, en plena refriega, en medio de la batalla cuando los ideales y las altas metas se diluyen en la pura y perfecta violencia, cuando el ansia de matar al enemigo se transforma en lucha por sobrevivir, eran los más crueles, los más sanguinarios, los más violentos. Porque los caballeros de Salannah, en medio de la vorágine no luchaban por su vida, ni siquiera lo hacían por defender al compañero; luchaban para salvar al amante.

La estatuilla

Había una vez un hombre feliz excavando en el jardín de su casa. De pronto su azadón emitió un ruido metálico y tintineante al tropezar con algo duro. Con sumo cuidado desenterró el objeto y ante sus ojos incrédulos apareció una pequeña estatuilla dorada. Era bella, bien trabajada en todos sus detalles y aparentemente muy antigua. El hombre fue a ver a un anticuario para mostrarle su hallazgo y el anticuario le confió que la estatuilla era muy valiosa pero que lo sería aún más con el paso del tiempo. El hombre volvió a su casa y puso la estatuilla en un estante pues era bella y agradable a la vista. Decidió que no la vendería de inmediato pues no necesitaba dinero y podía permitirse esperar a que su valor aumentara. En medio de la noche despertó bañado en sudor y con una certeza instalada en su mente: unos ladrones habían entrado en su casa y habían robado su estatuilla. Se levantó de un salto, bajó a trompicones la escalera hasta el salón, y no respiró tranquilo hasta encontrar la estatuilla tal y como la había dejado en su estante. Para más seguridad esa noche la pondría debajo de la almohada. Sin embargo ni aun así logró conciliar el sueño. Por la mañana la escondió en el cajón de los calcetines y, cansado y ojeroso se fue a trabajar. En el trabajo no pudo concentrarse. No podía sacarse de la cabeza la imagen de dos ladrones que aprovechando su ausencia entraban en su casa y lo revolvían todo hasta dar con su estatuilla. A media mañana no lo pudo soportar y alegando que estaba enfermo (cosa del todo creíble dado su aspecto) volvió corriendo a casa y no respiró tranquilo hasta encontrar la estatuilla tal y como la había dejado en el cajón de los calcetines. Más clamado y con la estatuilla firmemente agarrada se dedicó a reflexionar qué debía hacer. Pensó en venderla inmediatamente pero no necesitaba el dinero y podía esperar un poco más. Tal vez estaría más segura en la caja de seguridad de un banco, pero los bancos son asaltados continuamente y ningún seguro le pagaría con justicia una estatuilla cuyo valor no dejaba de aumentar con el paso del tiempo. Decidió que en casa estaba más segura. Por la noche volvió a poner la estatuilla debajo de la almohada pero no logró conciliar el sueño. Si se dormía (pensaba) entrarían los ladrones y se llevarían su estatuilla. Por la mañana no fue a trabajar. en lugar de eso puso su tesoro en una mochila y se fue a la ciudad. Caminaba asustado, mirando a todas partes y aferrando la mochila como si dentro guardara sus últimos alientos. Después de comprar una escopeta, unas gruesas rejas para las ventanas y una cerradura nueva y más segura para la puerta se sintió mucho mejor. Tanto que en contra de su costumbre se dio el lujo de comer en un pequeño restaurante. Sin embargo la comida le supo a ceniza; todo el mundo parecía mirar con ojos codiciosos la mochila que mantenía firmemente sujeta sobre sus rodillas y cuando el camarero se acercó para preguntarle si quería café dio un respingo, pagó y salió de allí a toda prisa. No respiró tranquilo hasta que llegó a su casa y las rejas y la nueva cerradura estuvieron instaladas. Se arrellanó en un sillón, introdujo dos cartuchos en la escopeta, se acomodó la mochila como un cojín y suspiró con satisfacción. Despertó cuando ya había anochecido y no pudo dormir más. Tanto mejor. Los ladrones se mueven siempre de noche. El día siguiente, cuando fue a trabajar llevaba la estatuilla cuidadosamente envuelta en el fondo de su cartera. En el trabajo, igual que en el restaurante todas las miradas se le antojaban codiciosas y hambrientas. Cualquier comentario, por inofensivo que pareciera hacía que saltara del susto y apretara su cartera con más fuerza. Durante la pausa para el café alguien comentó entre risas que debía llevar en la cartera un boleto premiado de la primitiva o algo así porque no se había separado de ella en todo el día. A él no le hizo gracia al broma. Algo saben –se dijo-, sus comentarios parecen jocosos e inofensivos pero lo saben y solo esperan el momento oportuno para robarme mi tesoro. Decididamente ese no fue un buen día. Ni lo siguientes tampoco.

Con el paso del tiempo se fue volviendo huraño y perdió a sus amigos, al final también terminó perdiendo su trabajo. Mejor –pensó-, no necesito trabajar siendo dueño de un tesoro. Se van a enterar todos cuando me decida a venderlo y me vuelva inmensamente rico. A pesar de las rejas, la cerradura nueva, y la escopeta que siempre mantenía cargada y a punto seguía sintiéndose inseguro y con sus últimos ahorros instaló una alarma y compró dos perros guardianes. Dos fieras negras e imponentes que patrullaban tranquilizadoramente el jardín. Vivía del subsidio de parado y apenas salía de casa para ir corriendo al supermercado y comprar comida precocinada o para sacar del banco su subsidio. Los vecinos empezaron a darse codazos y a golpearse las sienes con el dedo al verlo pasar. Lo llamaban loco y él lo sabía. Que me llamen lo que quieran –pensaba-, cuando venda mi tesoro me llamarán excéntrico. Un día, reflexionando llegó a la conclusión de que las rejas, la escopeta, las cuatro cerraduras (su número no dejaba de aumentar), la alarma y los perros no eran suficientes. Cualquier ladrón medianamente hábil podría sortear todo eso y más. Así que decidió que debía usar la inteligencia. Una noche, a salvo de todas las miradas, abrió un agujero en el jardín, metió dentro con mucho cuidado la estatuilla y encima plantó un enorme cactus. Con una sonrisa de satisfacción y las manos sangrantes y llenas de espinas (en su enajenación ni siquiera se le había pasado por la cabeza ponerse guantes) volvió a entrar en la casa. A ningún ladrón se le ocurriría mirar debajo de un cactus. Sin embargo, para más seguridad, decidió que esa noche dormiría en un sillón junto a la ventana; sin perder de vista el cactus y con la escopeta cargada sobre su regazo. Durmió a ratos y acosado por las pesadillas.

Pasó el tiempo y redujo al mínimo las salidas. Iba una vez al mes al banco y sacaba todo su dinero; la comida se la traía a casa el repartidor del supermercado y él aprovechaba para hacerle el pedido para la semana siguiente. Descuidó su aseo y el de la casa pues no se sentía bien si perdía de vista el cactus que estaba cada vez más crecido. El hecho de ir a la cocina para tomar un vaso de agua era una tortura. Los desperdicios y los envases vacíos se acumulaban a su alrededor. Hacía sus necesidades por la noche, en el jardín y la escopeta cargada se transformó en un miembro más de su anatomía. Los perros, hartos de comer un día sí y dos no saltaron la valla del jardín y escaparon. Mejor así –pensaba él-, no eran mas que un par de bestias perezosas. Su ocupación más placentera, la única aparte de vigilar consistía fantasear sobre lo que haría el día que se decidiera y vendiera su tesoro. Entonces podría ducharse, afeitarse, comprar ropa bonita y comer bien todos los días. Dinero de momento no le faltaba. Sus costumbres eran frugales y no gastaba mas que una décima parte de su subsidio en comida. Podía aguantar mucho tiempo así, y mientras tanto el valor de su tesoro no paraba de aumentar.

Un día, una vecina se quejó del mal olor que salía de la casa y llamó a la policía. Llamaron a la puerta pero como no contestaba nadie la echaron abajo. Lo encontraron sentado en el sillón. Muerto pero agarrando aún la escopeta cargada. Era solo piel y huesos y sus cuencas vacías miraban vigilantes hacia el jardín.

El tiempo pasó y la casa fue vendida. La compró un hombre feliz que nada más instalarse se puso unos guantes gruesos de cuero, cogió su azadón y se dispuso a arrancar el feísimo cactus que crecía en medio del jardín